✦ .  ⁺   Capítulo I ⁺   . ✦

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La tormenta que apenas dormía, dejó su huella en todo el jardín que rodeaba el castillo. A veces le parecía irónico llamarse así, porque cuando notaba los diluvios que dominaban a la naturaleza, se preguntaba si alguna vez su carácter podría igualarla.

Lluvia, como sus padres habían decidido llamarla, era más de una personalidad dócil. Se sentía, más bien, como las pequeñas florecillas que crecían a las orillas del camino. Esas que son realmente hermosas si te detienes a verlas, pero que, para la mayoría, pueden pasar desapercibidas.

El aroma a tierra mojada le hacía doler el corazón. No precisamente porque no le gustara, sino porque le recordaba que estaba viva. Aquel era uno de esos días en los que preferiría no estarlo.

Cuando tal era el caso, le gustaba alejarse lo más posible del castillo. Lo hacía para sentir que todos sus problemas se volvían pequeños, como su hogar que se apreciaba a la distancia. Además, el cielo siempre dominaba el paisaje, nublado como le encantaba estar. Lucía tan tremendamente imponente, que casi daban ganas de carcajearse ante los inconvenientes que la agobiaban.

Es por ello que le parecía imposible igualarse con aquella por la que fue nombrada. La lluvia era algo inevitable, fuerte, dominante, envolvente. Todos se doblegaban ante ella, la esperaban, le temían, la adoraban. No había sentimientos a medias. Las flores gritaban su nombre, y hasta los reyes de coronas más finas podían terminar chorreando si a ella se le antojaba.

Rió un poco al imaginar aquella imagen, le gustaba pintar ese tipo de escenarios con sus padres, porque le resultaba interesante creen en imposibles. Personas tan cuidadosas como los reyes de ese castillo, siempre procuraban estar dentro antes de que se soltara una tormenta de tal magnitud. Ojalá un día salieran y permitieran que sus ropajes finos se empaparan hasta las rodillas.

Ahora, ella jamás evocó la intensidad de la lluvia en nadie. Los sentimientos a medias tintas eran la especialidad de quienes la rodearan. En especial, si se trataba de un hombre.

Tan solo la palabra le resultaba dolorosa. Llevó el puño con su pañuelo a los labios, tan solo para que no se notara que aquellos se torcieron. Un hombre... ¿cómo cayó ante algo tan esperado?

El conde de Asper jamás fue de agrado de nadie. Ella misma lo sabía. Ella misma vio en sus ojos todo lo que no debió haber alimentado, pero que de alguna forma consintió.

Llegó en su caballo con ínfulas de conquistador. Como lo hubiera hecho cualquiera que debiera temerse, y se aproximó al corazón de la chica con capa de bandido y escudo de hierro.

Suspiró un segundo antes de seguir caminando. Cuando era muy pequeña, su madre le decía que cada instante es una lección. Una lección valiosa que no debe desperdiciarse en arrepentimiento. Sabía que aquello aludía a la ensoñación que podemos tener acerca del qué hubiera sido. La princesa Lluvia se preguntaba mucho qué hubiera sido si no le hubiera abierto el corazón al Conde.

El hermoso silencio de sus reflexiones, la existencia encapsulada en la lejanía, fue rota por el sonido de pasos. Eran apresurados y toscos, por los que intuyó que se trataba de alguno de los sirvientes de su castillo.

Casi podía sentir la mirada de sus padre buscándola, y su corazón apesadumbrado escondiéndose a drede.

—¡Majestad! ¡Majestad! —gritó el hombre con un pergamino en mano.

Lluvia quería desaparecer, quizá en el cielo. Evaporarse, subir como una nube y flotar. Esa sería la mejor manera de escapar, y hacer honor a su nombre. Pero, en el mundo tangible, ella tan solo se quedó ahí; con su cabello ondulado, corriendo como ríos color miel al costado de sus hombros y espalda.

—Sus majestades me han ordenado que le entregue esta invitación. Es de carácter urgente.

"De carácter urgente", por supuesto. Después de la partida del conde de Asper, los padres de Lluvia la habían admirado dando sus largas caminatas. Así como ese día, lo hacían desde el balcón o en las ventanas, para no permitirle respirar su tristeza. La escuchaban sollozando en los pasillos y la compadecían cuando se quedaba observando a lontananza preguntándose por qué el destino le había jugado mal.

Mientras caminaba de regreso al castillo, intentó empatizar con los reyes. Mirar a una hija desolada no es fácil, aunque la manera de compensarlo, organizándole cenas con los solteros del reino, le parecía una solución absurda.

En tan pocos meses, la tristeza se extendía como lago en su alma, tan profunda e infinita como las charlas que se sostenían en aquellas fiestas alrededor de ella.

Las palabras no la tocaban, porque su mente estaba en todos lados menos ahí. Se encontraba retumbando en el ayer, hacía eco en cada bocado y luego la acompañaba de vuelta a su habitación para seguirse lamentando.

A veces le parecía que era más un fantasma que una mujer, pero se repetía que esa era su condena por haber creído, por haber amado...

—No hay nada malo en amar, Lluvia —le decía la reina cada que le cepillaba el largo cabello.

De vez en cuando lo hacía, como en aquella nublada tarde, en la que la mujer sujetaba el cabello con amor maternal, mientras formulaba en la mente cuál sería el mejor peinado para su hija.

La princesa tan solo asintió, no estaba convencida en absoluto, pero no tenía ánimos de discutir. Fijó su vista en la llovizna que ya comenzaba de nuevo y que saludaba a los cristales de las ventanas con imponente suavidad.

Tenía un precioso vestido carmín con marfil, lucía realmente preciosa con esa bella corona de rubíes y los guardias le sonreían como anticipando algo.

Las puertas del comedor se abrieron de par en par. El banquete dispuesto robaba toda la atención. La princesa no recordaba otro momento en el que la comida se hubiera visto tan suculenta. Los aromas, los colores, una orquesta de deleite reinaba en ese salón.

Era tan divina la mesa, que Lluvia, por un momento, pasó por alto a los asistentes. Su padre, que la miraba con una sonrisa de oreja a oreja; su madre, quien casi sollozaba de orgullo al observarla entrando; y en el fondo... él. Un nuevo soltero, un nuevo invitado.

Aunque este sonreía diferente. La mirada del muchacho se coló en su alma tan rápidamente que Lluvia se asustó. Dio un paso atrás y se recordó a sí misma al conde. Retomó la postura segura e ignoró que cada fibra en su interior se movió, como no se había movido hacía años.

—Es un orgullo presentarle a nuestra hija, la princesa Lluvia —anunció la reina señalando ahora hacia el muchacho—. Hija, él es el heredero del reino aledaño. Un invitado especial, el príncipe Bruno.

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